¿Qué pasaría si llega el momento de cambio, el punto de quiebre, el final de juego?. Estoy refiriéndome al duelo, “al nunca mas”, a esa persona que se había completado en su rutina de vida y ahora queda “en cero” no de dolor, sí de estructura. Estoy hablando de los infinitos diálogos, de los rechazos, de lo compartido, de todas las cosas que pueden entablarse entre dos humanos que se aman y que se odian. Reconstruirse de este derrumbe no es cosa de niños, acá no nos queda otra que crecer, anestesiarnos o morir con nuestros muertos. Las reglas siguen siendo las mismas: seguir adelante. Y es acá donde la cosa no resulta sencilla, porque en este balanceo, partes nuestras han quedado sin conciliar y en ilusoria realidad eran resueltas a través del otro. A nuestro mayor rival, oponente, al que otorgamos ese poder, ahora nos deja solos y usualmente sobre una delgada línea de cruce. En crudo, esta nueva identidad que necesita nacer, nos remonta en forma directa a la causa por la cual elegimos cómo relacionarnos con el que hoy no está. Entrar en modo duelo es un acto de misericordia para restaurar el equilibrio en nuestra naturaleza y para liberarnos de una inevitable destrucción.

En estos tiempos, la imagen y compostura es lo que menos importa. Tampoco importa el dogma como escudo. Ni hacernos los distraídos que no es usar la inteligencia. Se trata de cooperar y necesariamente saber que somos los afectados. No tenemos sensación de andar sobre éter ni sobre luz, no nos cubre la confusión, pero sí el desamparo. Las acciones positiva para pasar por este trance ya son bien sabidas: esforzarse por estar con gente querida, tener buenas rutinas en nuestra atención personal, etc..
Especialmente en estos momento necesitamos de Dios: “Señor, tú eres verdaderamente justo si yo pleiteo contigo; pero, Señor, así pues, lo que alego, es justo”…. Y Dios también de nosotros.

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